Hace cuatro años, un día como mañana, hice lo que nunca pensé que haría: casarme. Y aún menos, frente a la mirada atenta de mi hijo mayor, quien vestido con una guayabera blanca mexicana y unos pantalones de lino verde pistacho heredado de sus amigos, atendió la ceremonia más breve que se ha hecho jamás. Creo que alguien hizo suma de ese tiempo, fueron tres minutos y medio, quizá un poquito más de ese medio. Pero brevísimo sí fue.
Hacía ya calor de verano mediterráneo y nos acompañaron nuestra madrina y nuestro padrino, o más bien nuestros guardianes, amigos y almas afines, dos regalos de la vida: Nicolas y Gisela. No saben cuánta falta nos hacen hoy amigos, cuánto los echamos de menos. Así como echamos de menos a todos los amigos que nos acompañaron durante ese pedazo de tiempo en Barcelona, que apenas hoy, después de dos años y medio de haber regresado, lo nombro como una extremidad perdida. Se anda cojo, manco, y muy tuerto sin los amigos que fueron cómplices de este torbellino de gracia que transformó nuestra vida para siempre.
Y eso que hice hace cuatro años es maravilloso. Porque sucedió, como en los cuentos de hadas salvajes, después de mucho trabajo, de muchas pruebas de la vida, de muchas caídas y levantadas y lágrimas. La vida, dura escuela. Profesora implacable.
Una noche, recuerdo, en la soledad de mi cama, antes de dormir, y esto es muy cierto y siempre lo cuento y lo cuento ahora, le dije al universo que estaba lista para la magia. Y la vida me escuchó y se puso en marcha, o más bien en carrera loca. Pero ha sido y es, lo más bello y desafiante que me ha sucedido en la vida. Imagínense encontrar de verdad la belleza de la vida en la vida misma. Enamorarse de las partes y el todo en cada segundo que pasa. Vivir convencida, a pesar del cansancio de la crianza, del trabajo duro, del comenzar una vida de cero, de cambiar el rumbo, de ser la misma y otra. Imagínense ser así de rica.
Y eso que no he hablado aún de mi hijo menor y de la bola de pelos con cuatro patas que nos acompaña y le ladra a todos los que se nos acercan como si tuviera medido el aire que respiramos y nadie más tuviera el derecho de robarnos un suspiro siquiera.
Y Stan, Stanislas, el gran mago, el alquimista, el juglar, el padre, el esposo, el amante, el amor por la vida hecho hombre. A él le dije sí.